La copla española-andaluza tiene un reflorecer en la posguerra porque es algo que ocurre fuera del tiempo y el espacio, un arte que borra los recuerdos, una palabra que no dice nada sobre el pasado inmediato que todos queríamos olvidar. ¿Adónde ocurre la copla, en qué España llena de amores cruzados, desgraciados, en qué espacio sin tiempo donde cada hombre vive su pasión y cada mujer su rincón, sin rastro de la Historia?
De eso se trataba, de ofrecer a los españoles un dolor suplente, vicario, literario, para que olvidasen por un rato el verdadero dolor general y particular de la pos-guerra. Y la música. Aquellas músicas de copla llenaron las radios del país, aquellas radios de teloncillo y ojo rojo que anunciaban sombreros, anises y, de vez en cuando, un himno nacional sustituyendo a otro himno nacional, ahora olvidado, que era, ay, el de los perdedores. Fuimos Tatuaje, fuimos la falsa monea, fuimos Maricruz y Consolación la de Utrera, fuimos la bien pagá, Rosío, María de la O, la Parrala, fuimos Quintero, Rafael de León y el maestro Quiroga y Xandro Valerio, fuimos los hijos espurios de García Lorca, y las penas con copla fueron menos.
Hoy, Ana Belén, Malú, Sabina, Victor Manuel, Marta Sánchez, Luis Eduardo Aute, Antonio Vega, Cristina del Valle, Andrés Calamaro, Rosario, Javier Alvarez, Navajita Plateá, Antonio Carmona y Enrique Búnbury reinventan la copla, no ya con sentimiento de perdedores y perdidos, de amadas y desamadas, sino como una fina pieza dé lo popular, como una delicada artesanía callejera y nocturna, como un milagro estético y barroco del pueblo español, que siempre acierta.
Fuente: Contraportada interior CD
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